He estado en varias ocasiones en el País Valencià, varias de ellas de pequeño y sobre todo las más lejanas en el tiempo, pues pocas han sido las últimas. Es cierto que a éste se le conoce, por desgracia, más por la playa, la arena y la sombrilla que por Blasco Ibáñez, Ausiás March o Manuel Vicent, cuya obra “Son de mar” trae ese aire por el que uno imagina la razón por la que Serrat cantó con tanta pasión aquello de “nací en el Mediterráneo”. Lo peor de nuestro litoral es, precisamente, que se le robe su carácter, sus pueblos azules y blancos hayan pasado a ser mamotretos hacia el cielo como Benidorm y sus playas estén pobladas de medusas que hace años no aparecían porque el agua del “Mare Nostrum” cada vez está más caliente. No pasa sólo en la costa valenciana. ¿Cuánto más hacen falta los reyes y la cofradía del cuore en Baleares para acabar con el molino de Dylan en Formentera y adulterar las calderetas de Menorca, amén de la corrupción? ¿Cuántos Algarrobicos, Torremolinos, Fuengirolas, Marbellas, nudismos prohibidos en Cádiz y vertidos tóxicos en Galicia hacen falta en pro del progreso consensuado y del chanchullo? Para eso, pueden ir pudriéndose todos los Blasco Ibáñez, todos los Cabanyal y todos los pintores: ¡muera Sorolla! ¡viva Soraya!
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